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viernes, 7 de enero de 2011

El precio que tenemos que pagar (Parte II)

Efecto de las lluvias en Blandín, zona aledaña al Parque Nacional El Ávila

Cada vez que ocurre un desastre natural, los costos de recuperación de las zonas devastadas se miden en términos de construcción de viviendas, vialidad, servicios básicos, atención de víctimas y movilización de equipos y personal en albergues, entre otros.  Recientemente hemos vivido los efectos de las fuertes lluvias en el país, las cuales causaron pérdidas humanas y serios daños a la infraestructura de las poblaciones afectadas. Casos como los de Higuerote y Margarita muestran la devastación que puede causar un evento natural y en especial la falta de medidas preventivas para mitigar tales catástrofes.

La destrucción tiene un precio, y podemos darnos una idea de éste cuantificando los recursos económicos que se utilizan para reconstrucción y recuperación de las áreas afectadas.

En el caso de la deforestación, podríamos medir el costo por la inversión que implica la recuperación de las áreas de los parques nacionales, principales reservas boscosas de nuestro país. Por ejemplo, la Misión Árbol, que fue creada con el fin de “recuperar, conservar y darle un uso sustentable a los bosques”, el año pasado se trazó como meta plantar CINCUENTA Y TRES MILLONES DE ÁRBOLES entre 2010 y 2013, con una inversión de QUINIENTOS TRES MILLONES DE BOLÍVARES FUERTES (fuente:http://alopresidente.gob.ve/info/6/1742/misiuen_u%20rbol_iniciujornadas.html). La tasa de deforestación en el país se estima en la actualidad en unas 140 mil hectáreas anuales y, considerando que cada hectárea tenga la capacidad de albergar unos 120 árboles, habría que plantar unos 16.800.000 árboles anualmente. Lastimosamente pasó el 2010 y la cifra reportada por esa instancia fue de CINCO MILLONES de árboles plantados, lo cual no cubre ni la tercera parte de lo que se pierde y representa menos del 30% de la meta anual propuesta.

La constante reactividad a la hora de afrontar y atender los múltiples problemas que aquejan a nuestra sociedad nos ha costado no solo la pérdida de espacios vitales sino de mucho dinero. Si tan solo se hubiese invertido en la prevención y la educación a la ciudadanía el impacto en el ambiente hubiese sido mucho menor.

Los términos económicos valor y precio, no obstante sus semejanzas bajo la concepción del capital, tienen definiciones distintas y muchas veces no aplican para la valoración de aquellos recursos que no poseen un mercado activo donde por efectos de la oferta y la demanda se genera la asignación de precios, muchas veces sin tener en cuenta el valor intrínseco de lo que se comercializa. Esto sucede con los bosques y con las reservas naturales, las cuales por no ser negociables ni transferibles carecen de una medida aproximada en cuanto a valor económico.

A pesar del incalculable valor de cada bosque, con su biodiversidad, con las reservas de agua que alberga y protege, con los beneficios que nos ofrece al convertir el dióxido de carbono en oxígeno, con su belleza, muy a pesar de todo eso, lo que más se valora hoy día es la capacidad de comerciar los recursos que se encuentran en él. Es el caso de apreciar los bosques por la comercialización de su madera, la posibilidad de extraer minerales o de extender las actividades ganaderas o de cultivo, entendiendo que estas últimas reportan mayor beneficio económico.

La tala de árboles sigue siendo el principal negocio en la Amazonia


Actualmente existe un proyecto de las Naciones Unidas (proyecto TEEB, con sus siglas en inglés) para establecer un método de valoración económica de manera tal que se hagan tangibles los beneficios monetarios que ofrecen las reservas naturales, de manera que el ciudadano común no solo las valore por su belleza sino a través de la cuantificación económica. Es una propuesta interesante que busca revelar aquellos beneficios que pocas veces son palpables y que implican un verdadero ahorro monetario para las actividades productivas, como por ejemplo el caso de las Lechuzas de Campanario, en nuestros Llanos, que eliminan las plagas que dañan los cultivos y generan un enorme ahorro en plaguicidas y grandes beneficios a la salud de la población que consume las hortalizas producidas en las plantaciones así tratadas, o el caso del servicio de agua proveniente de los ríos que nacen en las montañas y reducen la dependencia de los embalses y la extensión de tuberías en grandes proporciones. Todo esto sería más comprensible para muchas personas si tuviésemos una idea precisa del valor monetario que poseen estas áreas. Tal vez conociendo el valor económico de los ecosistemas y de los beneficios que nos reportan estemos más motivados a apreciarlos y a promover su conservación.

Hay una práctica reciente en la cual algunos Gobiernos de países industrializados (Unión Europea, EEUU, Japón, entre otros) conceden ciertos beneficios tributarios a aquellas empresas que reduzcan su impacto negativo en el ambiente, en especial en el tema de la reducción de sus emisiones de CO2, entre otras cosas. La verdad esta política de premiar a aquellos que tendrían la obligación de reducir su impacto, minimizando o suprimiendo la contaminación que generan, parece algo contraproducente, pues los gobiernos dejan de percibir tributos que pueden invertir en educación, salud, creación de empleos para los menos favorecidos, y por otra parte las empresas enmascaran sus efectos contaminantes con paliativos de bajo impacto y se mantiene el status quo de producción y generación de desechos. En Venezuela, a pesar de que no se han aplicado medidas similares, la economía se sustenta básicamente en la recaudación de impuestos, la cual proviene de pechar las actividades económicas, por tanto, a mayor actividad mayor recaudación, pero también, a mayor actividad productiva, mayor cantidad de emisiones de carbono, mayor contaminación. Por ende, lejos de ganar algo, perdemos lo esencial en términos de calidad de vida.

La mala administración del dinero destinado a fines ambientales, las rebajas en el impuestos que deben pagar quienes destruyen buena parte del planeta y la infravaloración de los espacios verdes, hacen que se eleve cada vez más el precio que pagamos por destruir, esta vez la mano invisible de la que hablaba Adam Smith, que actuaba para equilibrar las fuerzas del mercado, ha tomado forma, ya dejó de ser un ente providencial y muestra lo que siempre ha sido: la egoísta y todopoderosa mano humana.

JD/CV